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01 julio, 2010

Migajas.

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Le quedan veinte euros en su cuenta corriente;
veinte días para mudarse y veinte,
para encontrar un trabajo que le permita sustentarse.

En su haber, la templanza del saber.
Saber que ya lo ha hecho más de una vez.
Remontar, sacar fuerzas de flaqueza, es su mejor habilidad.
Su única opción.
Su especialidad.
Su constante compañía, junto con la soledad.

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Se pasa la toalla por la piel de sus pechos aún dormidos, para cubrirlos enseguida del negro encaje de su sostén.
Un aro sobresale recordándole que no tiene nada más que ponerse.
Que nada le queda bien.

"Quiero romperte el vestido", le había dicho.

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La mente cansada de Ana calcula mal el timming y el pitido cierra las puertas del nuevo vagón de Metro.
Pensaba cuadrar la puerta con la entrada al siguiente, cambiándose sólo para agilizar algo el trayecto.
Período de prueba y malos tiempos.

Se sienta, vencida por su estupidez, en el asiento de granito vacío de la vacía estación...llena de su enorme vacío.

Silencio.

Vencida, advirtie de repente que definitivamente, llegará nuevamente tarde.
Y algo más grave: se ha hecho mayor. No se siente nerviosa.
Sólo estúpida.

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Hace Sol, el aire verde de la lluvia de las tormentas de verano, aún la infunden un poco de alegría matinal.
Son sólo las ocho, y ya sentada, comienza el ritual.

Contorno de ojos fictíceo, como todo en su vida, y maquillaje robado, como todo en su neceser.
La barra de labios sin estuche, muestra de El Corte Inglés, se derrite y se pregunta cómo consigue aparentar un aspecto casi normal con semejantes recursos.

No pasa nada.
No puede sentirse miserable.
Lo hace.
Por sentirse miserable por algo tan miserable.

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La frustración por la imposibilidad de conseguir lo marcado por el surrealismo del nuevo trabajo, no es nada comparable con la confirmación de que no es nada importante.

"Y tú te vuelves el domingo..."
Le había dicho.

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