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13 julio, 2010

Dioses de la nada.

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De repente, Ana pudo verse en un espejo cristalino.

Se paró a contemplarse sin ambajes y lo vió todo claro.

Se había pasado la vida juzgando a los demás.
Extrayendo datos, hurgando hasta límites indecentes en la intimidad ajena,
con la excusa de manejar suficiente información, analizarla, procesarla y buscar soluciones.
Ana se creía buena.
Quería ayudar.

Y no era incierto del todo.


Pero juzgaba.
Y jugaba.

Jugaba con elementos que no podría entender jamás, diciendo lo que estaba mal, y lo que bien.

De las vidas ajenas.

Como dioses de la nada,
como ahora los otros hacían sobre ella,
Ana juzgaba.

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